BIENAVENTURADOS
POR NO VER
“Jesús le dijo:
Porque me has visto, Tomás, creíste;
bienaventurado los que no vieron, y creyeron”
(Juan 20:29)
      La vida cristiana es una vida bienaventurada. Aun y cuando en algunos momentos y ocasiones no pueda parecerlo, algo que es una realidad objetiva de la identidad y del carácter de todo aquel que ha sido redimido por gracia y fe en Jesucristo, es el carácter bienaventurado. Posiblemente, el lugar de las Escrituras que, con mayor énfasis aparece cuando se habla de las bienaventuranzas, es el Sermón del Monte. Desde lo alto del monte, Jesús expuso a sus discípulos las ocho bienaventuranzas que primeramente eran y siguen siendo la exposición de todos aquellos que forman parte del reino de los cielos. Ocho bienaventuranzas que dejan ver, como si de una radiografía se tratase, el carácter e identidad de todo cristiano. Sin duda alguna, cuando se presta atención a las bienaventuranzas del Sermón del Monte, la vida cristiana no es una vida de felicidad y gozo libre de todo problema. Es por esto que, las bienaventuranzas que Jesús citó son realidades objetivas del carácter de todo ciudadano del reino. Si se preguntase ¿cómo son los ciudadanos del reino de los cielos? La respuesta sería las ocho bienaventuranzas expuestas por Jesús. Ahora bien, aun y el énfasis de las bienaventuranzas en el Sermón del Monte, las bienaventuranzas no se limitan a ese sermón únicamente. Las Escrituras presentan otros lugares y otras bienaventuranzas.


      David en el Salmo 32 habló de lo bienaventurado que es aquel cuyo pecado es perdonado: “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado. Bienaventurado el hombre a quien Jehová no inculpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño” (Salmo 32:1-2). De la misma manera, fue el Señor Jesús quien habló de lo bienaventurados que son aquellos que no llegaron a ver pero que creyeron. En sus palabras a Tomás, Jesús habla de la bienaventuranza de aquellos que no llegaron a ver como Tomás lo hizo pero sí llegaron a creer de la misma manera que Tomás creyó: “Jesús le dijo: Porque me has visto, Tomás, creíste, bienaventurados los que no ven, y creyeron” (Juan 20:29). Dos cosas le dijo Jesús a Tomás: Primero, que no es necesario ver para creer y segundo, la mayor bienaventuranza consiste en creer en Jesús como el Hijo de Dios.
Devocional Semanal - Pastor Rubén Sánchez
"...y le puso por nombre Eben-Ezer, diciendo: Hasta aquí nos ayudó Jehová" (1ª Samuel 7:12)
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Padre celestial, quiero darte las gracias porque me has hecho bienaventurado. Tú fuiste el que revelaste a mi vida que Jesús es tu Hijo amado, el Cristo en quien tengo vida eterna. Gracias Padre porque lo hiciste no con grandes milagros y señales sino por medio de tu Palabra, la cual me llevó a contemplar las señales que tu Hijo hizo, me llevó a ver la grandeza y belleza de tu Hijo, me llevó a creer que él es mí Señor y mí Dios. Gracias por hacerme bienaventurado en Cristo Jesús. Amén.
TEXTOS PARALELOS PARA MEDITAR
MARTES

Juan 20:21-31

MIÉRCOLES

Romanos 10:14-20

JUEVES

Juan 9:1-39

VIERNES

Salmo 32:1-11

SÁBADO

Salmo 119:97-104
      Tomás siempre ha sido catalogado como el escéptico, aquel que dudó de manera profunda. En más de una ocasión a Tomás se le ha acusado de no tener una fe como la fe de los demás discípulos. Tomás era el que dudó mientras que los demás discípulos fueron aquellos que tenían una fe sólida e inquebrantable. Ahora bien, lo cierto es que no es así. Todos los discípulos pasaron su crisis de fe después de haber visto a Jesús arrestado, juzgado y crucificado. Su fe fue zarandeada tan rápido como ellos fueron esparcidos cuando Jesús fue arrestado.
      De todas maneras, en el acontecimiento con Tomás, el resto de discípulos jugaban con ventaja debido a que Jesús ya se les había aparecido previamente sin la presencia de Tomás entre ellos, Juan 20:24 “pero Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando Jesús vino”. Esto es lo que hace la aparición del Jesús resucitado de manera personal a Tomás mucho más significativa. Tomás necesitaba que su crisis de fe fuese tratada de manera personal por Jesús. Su crisis de fe posiblemente era distinta a la del resto de discípulos. Quizás era distinta a la Pedro quien llevaba sobre sus espaldas la culpabilidad de haber negado tres veces a Jesús, algo que Jesús trataría personalmente después de encontrarse con Tomás. Tomás no carecía de fe, era una discípulo que creía en Jesús, un discípulo que su fe llegó a ser a todo riesgo e incluso, algunos podrían pensar que fue una fe un tanto inconsciente y catastrofista. Cuando Jesús determinó ir a Jerusalén, fue Tomás quien dijo: “vamos también nosotros para que muramos con él” (Juan 11:16). Tomás no era un discípulo que carecía de fe, creía en Jesucristo hasta el punto que quería saber el lugar que Jesús mismo iría. Fue Tomás quien frente a las palabras de la partida de Jesús al Padre dijo: “Señor, no sabemos a dónde vas: ¿cómo, pues, podemos saber el camino” (Juan 14:5). Estas pequeñas frases de Tomás nos muestran que Tomás sí creía en Jesús hasta el punto de estar dispuesto a morir con él. Tomás quería saber el camino para seguir al maestro, no quería estar separado de Jesús. Por tanto, cuando los discípulos le dijeron que Jesús había resucitado y que habían visto al Señor, Tomás no quería volver a ser decepcionado. La crisis de fe que tuvo Tomás no fue de duda. Tomás no quería ser decepcionado nuevamente. Había puesto toda su fe en Jesús y había visto cómo crucificaron a aquel en quien tenía toda sus esperanzas, todo su deseo, todo su corazón. Tomás no quería volver a ser decepcionado, si verdaderamente Jesús había resucitado, debía tener una prueba tangible y palpable de ello, debía no solamente verlo sino también palparlo. Hay ocasiones en las que nuestras crisis de fe pueden ser similares a las de Tomás.


      La crisis de fe no es algo ajeno en la vida del cristiano. Hay situaciones en las que podemos sentirnos como Tomás, no queremos volver a ser decepcionados nuevamente en nuestra vida. Hay golpes duros a lo largo de la vida que pueden hacer que la fe sincera en Jesucristo sea zarandeada de manera brusca, al estilo de ver cómo Jesús se va y no saber el camino para ir a él. En esto momentos quizás uno se encuentra como Tomás, no se quiere ser decepcionado y frustrado, es demasiado importante para uno. Esto es lo que hizo el encuentro de Jesús con Tomás precioso. Jesús se apareció a Tomás y le dio lo que él necesitaba. Jesús se mostró a Tomás diciéndole que incluso pusiese su mano en el costado. En otras palabras, Jesús le estaba diciendo a Tomás que él no era una decepción más en su vida y en su fe. Jesús no era una frustración más de su fe. Jesús era real, verdadero y en quien su fe podía estar segura y permanente. Juan no nos dice si Tomás tocó a Jesús, simplemente le reconoció al momento como su Dios y su Señor “Señor mío y Dios mío” (Juan 20:28). Es precioso el saber que Jesús trata nuestras crisis de fe de la manera que necesitamos.
      Podría levantar su dedo acusador hacia nosotros con toda la razón, pero no lo hace. Jesús tiene muchas veces un trato personal como lo tuvo con Tomás, un trato para mostrarnos que él no es uno más en la historia de la humanidad. Él no es uno más en quien por un tiempo nuestra fe fue puesta pero se disipó como la niebla se disipa a lo largo de la mañana. Él es nuestro Señor y él es nuestro Dios. Fue precisamente esta confesión sublime de Tomás la que llevó a Jesús a decirle: “Porque me has visto, Tomás, creíste, bienaventurados los que no vieron, y creyeron”.
      Jesús le muestra a Tomás que ciertamente él fue bienaventurado por creer pero el creer no se basa o se sustenta sobre la visión. Jesús le dice a Tomás que hay otro grupo más bienaventurado, aquellos que no vieron y creyeron en Jesús de la misma manera que él creyó, es decir, sin ver creyeron que Jesús es su Señor y Dios. Jesús le muestra a Tomás que ver no implica automáticamente el creer. Muchas fueron las señales que Jesús hizo y los escribas y fariseos nunca llegaron a creer. Muchos fueron los que vieron las señales de Jesús pero Jesús conocía su corazón y sabía que no creían en él (Juan 2:23-25). Muchos vieron señales y no entendieron lo que ellas indicaban y explicaban con relación a la persona de Jesús (Juan 6:26). Muchos son hoy en día los que dicen: “si viese a Jesús creería” o “si viese señales y milagros entonces creería”. Pero, una fe únicamente basada en milagros puede ser una fe que no es verdadera o tan efímera como el humo de una hoguera. La bienaventuranza de Jesús establece que no es necesario ver cómo Tomás vio para creer lo mismo que Tomás creyó. Entonces, la pregunta es ¿cómo uno es bienaventurado y cree sin ver? La respuesta es lo que Juan dice en los vv.30-31 “hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y para que creyendo tengáis vida en su nombre”. ¡Aquí está la respuesta! Las señales que Jesús hizo, incluso la última de todas ellas, la resurrección que Tomás fue capaz de contemplar cuando el Cristo resucitado se le apreció, todas ella están escritas. Todas esas señales que llevan a creer que Jesús es el Señor, el Cristo, el Hijo de Dios, Dios encarnado, están escritas en el evangelio de Juan. Por tanto, la verdadera fe en Jesucristo brota de la Palabra. En este grupo estamos todos los creyentes después de Tomás que, ciertamente no pudimos creer como Tomás, viendo y palpando pero si hemos creído por la Palabra de nuestro Dios. Es la Palabra la que ha hecho, por la gracia de Dios y la obra del Espíritu, brotar la fe que cree que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, que cree que Jesús es nuestro Señor y nuestro Dios. Es la Palabra la que nos ha llevado a ser bienaventurados porque sin ver hemos creído en Jesucristo. Esta es la mayor bienaventuranza de todas.
      La vida que es bienaventurada en grado extremo es aquella que ha llegado a creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y por ello tiene vida eterna en su nombre. No hay mayor bienaventuranza en la vida que poder decir que Jesucristo es mí Señor y mí Dios tanto en momentos fáciles como difíciles, en momentos de calma o en momentos de crisis. Nuestra sociedad hablaría que una persona bienaventurada es aquella que es feliz porque no tiene problemas. O bien tiene una vida arreglada con una situación económica estable. Pero, no hay mayor bienaventurado que aquel que sin haber visto, simplemente por el poderoso testimonio de las Escrituras ha llegado a creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y ha recibido el mayor don de todos, la vida eterna. Quizás, a los ojos del mundo ésta bienaventuranza no tiene grandeza pero, será la eternidad la que mostrará lo bienaventurados que son todos aquellos que no vieron pero creyeron que Jesús es el Señor.